sábado, 30 de abril de 2011

De Esther del Val García

Decía Gregorio Marañón que “ser médico es entregar la vida a la misión elegida; no cansarse nunca de estudiar y tener todos los días la humildad de aprender la nueva lección de cada día; hacer de la ambición, nobleza; del interés, generosidad; del tiempo, destiempo; y de la ciencia, servicio al hombre que es el hijo de Dios. Si ser médico es amor, infinito amor, a nuestro semejante, entonces ser médico es la divina ilusión de que el dolor, sea goce, la enfermedad salud y la muerte vida”.
Recuerdo a Domingo como una persona amable, tranquila, capaz de transmitir paz y serenidad, más allá del ruido de la vida. Siempre estudiando, leyendo, formándose hasta el último momento, fiel a la idea de que un buen médico nunca debe dejar de estudiar y de prepararse y de que una persona siempre tiene algo nuevo que aprender. Conocedor de la flexibilidad del tiempo, generoso en minutos para sus pacientes y amigos, sin contar las horas reales, sólo las que marcan las miradas y los gestos. Sin prisas en el trato personal, cercano y amable, sin pausas en el profesional, riguroso y certero. Capaz de conjugar en su justa medida recetas, terapias, consejos, sonrisas, esfuerzo, esperanza y silencios.
La medicina es la ciencia de la humanidad, esa que a Domingo se le escapaba a raudales entre los recovecos de su sonrisa. Humildad, integridad, tenacidad y perseverancia eran las cualidades anotadas en el diario de su vida. Pero, por encima de todas ellas, el amor: “Si me falta el amor no me sirve de nada, si me falta el amor nada soy”. Amor a su familia, a sus amigos, a sus pacientes, a sus alumnos y a todo aquel que se encontrara en su camino. Gracias Domingo por tu entrega y pasión en cada faceta de la vida, pero, sobre todo, gracias por enseñarnos que el amor es el motor que rige nuestras vidas.